lunes, 2 de mayo de 2016

El gran problema de la justicia. Es la justicia misma?

Un sistema penal perverso, que privilegia al victimario

Debate
Diana Cohen Agrest

Horacio Cardo
Horacio Cardo

Por qué quien violó y asesinó tiene a su disposición un defensor oficial muy bien pago por los contribuyentes mientras los familiares de la víctima –quienes, increíblemente, no son parte del proceso-, apenas cuentan con un fiscal que representa esa abstracción que es “la sociedad” y que, por añadidura, puede o no acompañar la solicitud de la querella privada cuando ésta pide veinte o treinta años de cárcel? ¿Por qué el Estado sólo pone un patrocinio oficial y gratuito a la víctima cuando se prueba su condición de indigente? ¿Acaso no viola así el principio de igualdad ante la ley?
El reconocimiento sectorizado de sus muertos es un síntoma de los intereses políticos de nuestra historia y de la ausencia de Estado ante cada muerte violenta en la Argentina: no supimos qué hacer con los muertos ignorados de los setenta. Ni con los de Malvinas. Ni con los de las grandes tragedias colectivas, desde AMIA hasta Cromañón, desde los muertos de Once hasta la inundación de La Plata y ahora Time Warp. Pero fuera de esos colectivos inútilmente proclamados, los olvidados de siempre son los muertos por la inseguridad.
Se pregonó la ampliación de derechos de las minorías de todo orden. Sin embargo, esta política pseudoigualitaria pasó por alto los derechos de las víctimas. Porque es fácil ignorar los reclamos de quienes, en su inmensa mayoría, son pobres y carecen de recursos para hacerse oír. Porque se abusa de la vulnerabilidad del enlutado. Y porque, en el mejor de los casos, se lo silencia con un puesto público. Pero lo cierto es que la inseguridad es hija de un sistema penal que se ha resistido a los cambios. Y sin cambios, estamos condenados a más muertes de inocentes.
Consciente de esta necesidad, el Ministerio de Justicia de la Nación en su programa Justicia2020 propuso la reforma del Código Procesal Penal de la Nación recientemente sancionado, cuya vigencia está suspendida. A contramano de todas las legislaciones modernas del mundo, la normativa no obliga a los jueces ni a los fiscales a escuchar a las víctimas antes de decidir la promoción, extinción o suspensión de la acción penal, ni tampoco cuando se le concede el beneficio al victimario de la libertad condicional. En respeto a la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, se debería facultar a las víctimas a intervenir tanto en el proceso penal como durante la etapa de ejecución de la pena.
La idealización del delincuente no se agota allí. El nuevo código establece que no podrán existir registros policiales ni judiciales que contengan antecedentes de los imputados de delitos, porque se sostiene que son registros estigmatizantes, que desvirtúan el estado jurídico de inocencia. De allí que se exija sentencia firme de condena para ser inscripto en algún registro. Y algunos operadores jurídicos podrán interpretar que no se puede llevar absolutamente ningún registro de detenciones, excarcelaciones o ADN de personas sin condena, lo cual imposibilitará toda tarea investigativa. En Argentina, desde la comisión del delito hasta una sentencia firme pueden pasar hasta 10 o 15 años, período durante el cual el sujeto podrá continuar delinquiendo a sabiendas de que su perfil genético no está todavía disponible para ser comparado con otras muestras obtenidas de la comisión de nuevos delitos.
Ante esta justicia tuerta preguntamos: ¿Por qué se acentúa sólo el aspecto “incriminatorio” del perfil genético, cuando paralelamente puede resultar “exculpatorio” al servicio de tantos inocentes, sospechados y acusados injustamente, y cuya plena inocencia hoy se puede acreditar fehacientemente gracias a las pruebas de ADN? ¿Por qué los ciudadanos no podemos tener acceso al Registro si somos los mismos ciudadanos las víctimas de los delitos? Si tanto se habla de la participación ciudadana ¿no se estaría menoscabando la tan proclamada “prevención del delito”?  Un último ejemplo entre estos desvaríos que contradicen el más elemental sentido común: la prisión preventiva está circunscripta a las hipótesis de peligro de fuga y de entorpecimiento de la investigación. Pero no contempla la peligrosidad del imputado, estándar que toman en cuenta las legislaciones más avanzadas del mundo.
No puede ser aceptable que un juez deje libre al imputado de un delito cuando existan sospechas de que éste pudiera cometer otro delito estando en libertad, o cuando fuera reincidente, o cuando hubiera sido imputado previamente por otro delito y esté a la espera del juicio o cuando constituya una amenaza a la seguridad de la comunidad o de cualquier persona en particular.
Lo incomprensible de las reformas del Código Procesal Penal en curso es que se aplicarán a los delitos federales –el narcotráfico, la trata y los delitos complejos-. Y con esa nueva discriminación, las víctimas de todos los días continuarán tan desamparadas como hasta ahora.
¿Qué quedó de la representación de la justicia como una mujer con los ojos vendados sosteniendo dos platillos con igual peso? Un sistema penal perverso privilegió al victimario, dejando caer el otro platillo del cual penden las víctimas mendigando Justicia. Esas víctimas que el Estado no protegió y que revictimiza al negarles su elemental derecho a la Justicia. El gran problema de la justicia es la justicia misma. Una serpiente que se muerde la cola.


Diana Cohen Agrest es doctora en Filosofía y ensayista. Miembro de Usina de Justicia

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